El robo al Louvre que hizo temblar a Francia y su historia

Ocho joyas incalculables, un golpe milimétrico y un país en shock. El asalto al museo más famoso del mundo duró apenas siete minutos, pero su eco atraviesa siglos de historia.

El robo en el Museo del Louvre no fue solo un crimen. Fue una escena simbólica, casi teatral, que expuso las fisuras de una nación que todavía intenta sostener su propio mito. Como si alguien hubiera querido robarle a Francia no sus diamantes, sino su memoria.

El domingo a las 9:30 de la mañana, mientras miles de turistas se preparaban para ingresar al museo más visitado del planeta, cuatro hombres irrumpieron en la Galería de Apolo y se llevaron ocho joyas reales. Lo hicieron en silencio, con precisión quirúrgica, y desaparecieron en apenas siete minutos.

De todo el botín, solo quedó una pista: la corona de la emperatriz Eugenia, hallada rota en la vereda, con sus 1.354 diamantes y 56 esmeraldas dispersos entre los adoquines. Una reliquia del Segundo Imperio reducida a metáfora.

La prensa francesa lo llamó el "robo del siglo". Los ladrones actuaron con la destreza de un guion de Netflix: dos llegaron en un camión con montacargas, otros dos en motocicletas Yamaha, y todos parecían saber exactamente qué hacer.

Subieron por una ventana lateral, rompieron las vitrinas con una amoladora y amenazaron a los guardias, que -como en casi todos los museos franceses- estaban desarmados. Cuando la alarma sonó, ya estaban huyendo por la misma ruta por la que habían entrado.

El ministro del Interior, Laurent Nuñez, fue categórico: "Atacar el Louvre es atentar contra nuestra historia y nuestro patrimonio". Los investigadores sospechan de bandas internacionales de origen serbio, albanés o ruso. Algunos incluso creen que el robo podría estar vinculado a la guerra híbrida entre Francia y Rusia.

Francia se mira en este episodio como quien vuelve a tocar una cicatriz. François Hollande habló de "un ataque contra nuestro patrimonio", mientras que Marine Le Pen lo definió como "una humillación, una herida al alma de Francia".

En los cafés de París, la conversación suena igual de amarga: "Primero Notre Dame, ahora esto". Para muchos, el robo al Louvre se siente como otro recordatorio de un país en tensión: dividido, cansado y con su orgullo cultural en jaque.

El golpe también dejó al descubierto una vulnerabilidad que se sabía, pero se prefería ignorar. El Louvre, con sus miles de ventanas originales y su sistema de seguridad envejecido, es un gigante expuesto al tiempo.

"La vulnerabilidad de los museos es un problema de larga data", admitió la ministra de Cultura, Rachida Dati. "Durante cuarenta años, nadie ha prestado atención. Hoy se trata de crimen organizado".

A pesar de las advertencias del Tribunal de Cuentas, muchas de las medidas de refuerzo aún no se aplicaron. El museo, que recibe más de 8 millones de visitantes al año, sigue funcionando con protocolos del siglo pasado.

En un país con siete primeros ministros en ocho años, con huelgas, inflación y un ánimo social desgastado, el robo al Louvre se siente casi como una parábola. El museo más famoso del mundo, ese que guarda desde la Mona Lisa hasta las coronas de los reyes, vuelve a ser escenario de su propia fragilidad.

"Nuestros museos ya no son santuarios", escribió su presidenta, Laurence des Cars, en una carta a sus empleados. "El tráfico de arte internacional ha encontrado un nuevo objetivo: nuestra historia".

Y así, entre policías en alerta y turistas desconcertados, el Louvre -esa fortaleza de mármol y luz- amaneció cerrado. Afuera, París seguía su ritmo, pero el aire olía distinto.

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